Edward Hopper: El tiro de gracia al Sueño Americano
Por Estanislao M. Orozco | Destacados | 7.05.12
Hay quien afirma que las cosas al
ser nombradas por primera vez pierden gran parte de su poder. Se podría
incluso sostener que mientras los conceptos viajan por el inconsciente
colectivo son realmente poderosos. Sin embargo, siempre aparece alguien
que siente la necesidad de ponerle un nombre a esa realidad que la
mayoría, de alguna manera, conoce. Así ocurrió en 1931 cuando James Truslow Adams en su libro The Epic of America
escribió “American Dream” y en esas dos palabras condensó aquella idea
que, entre otros logros, había posibilitado la creación de la nación más
poderosa del planeta.
El término, por supuesto, se popularizó
con inmediatez. Se podría pensar que este hecho iba a propiciar el
inicio de una etapa de plenitud de los ideales que sustentaban el Sueño
Americano. No obstante, lo que estaba aconteciendo era justamente lo
contrario, es decir, se estaba completando el proceso de su extinción.
Pero casi nadie se percató de ello.
No es casualidad que J. T. Adams encontrase el sustantivo y el adjetivo adecuados tan sólo dos años después del crack
bursátil de 1929. La parafernalia que acompañaba al Sueño Americano fue
clave para conseguir poner de nuevo en pie al coloso. En determinadas
manos, las palabras, las explicaciones vertidas sobre el papel pueden
alcanzar una precisión que roza la belleza. Pero la población
estadounidense había despertado al verse sumida en la Gran Depresión y
les era sumamente sencillo comprobar que esa realidad que se ensalzaba
(apelando al orgullo nacional) ya no poseía el brillo, la verdad, de
antaño. Mientras el mundo se sorprendía con la fuerza del término, con
su vigencia, el Sueño Americano mostraba su debilidad en los interiores
de las habitaciones de hotel, cafeterías, cines o apartamentos de clase
media.
Este desfase entre la teoría erudita y
la realidad anónima, acrecentado a partir de los años cuarenta al
comenzar la nueva ola de bonanza económica, fue lo que Edward Hopper
supo ver y plasmar en sus obras antes y mejor que nadie. Es decir,
cuando el Sueño Americano resurgía apoyado en la maquinaria mediática y
parecía absolutamente invencible, este pintor nacido en Nyack, en 1882,
se atrevió a decir desde la posición de artista reconocido (que se
había ganado a pulso) que se estaba dando de comer a un moribundo, pues
el Sueño Americano tenía los días contados.
El estilo de Hopper es sobrio, nada dado
a excentricidades, y sus composiciones son simples porque no quiere
distraer nuestra mirada con interferencias estilísticas. Él persigue que
nos planteemos qué estará pensando esa empleada que fija su mirada en
el suelo mientras los espectadores contemplan una película (‘Cine en New
York’, 1939); o adónde miran los hombres cuando no miran nada, como el
personaje de ‘Digresión filosófica’, 1959, que aparece sentado sobre el
borde de una cama, junto a un libro abierto y dándole la espalda a una
mujer semidesnuda que tendida parece descansar.
Además Edward Hopper es capaz de pintar
lo que no se ve, lo que flota alrededor de sus personajes. Y ese aire
que percibimos en sus cuadros no es algo etéreo, liviano o agradable,
sino que es algo que pesa y oprime los cuerpos y las almas. Pareciera
que no hay escapatoria posible. Hasta que descubrimos que prácticamente
todos sus personajes están reflexionando sobre sus vidas, ya sea con
mayor o menor intensidad. En otras palabras, el mundo que sustenta las
pinturas de Hopper es el mundo del pensamiento.
Sus personajes no saben que el Sueño
Americano está herido de muerte y aguardando el tiro de gracia, al
contrario, para ellos goza de una vitalidad inusitada; no obstante se
dicen, o se callan, una y otra vez, que sus vidas y sus trabajos se han
transformado en algo toscamente rutinario. Estos hombres y mujeres
desean escapar del cansancio crónico de ofrecer su libertad en pos de la
Libertad que rellena libros y noticias pero que no perciben cuando
miran hacia afuera y que sólo ven cuando miran hacia adentro. Edward
Hopper trabajó con ahínco buscando la perfecta representación de ese
pensamiento que aglutinaba todos los pensamientos de sus personajes: el
anónimo final del Sueño Americano.
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