Compleja tarea la de responder
a esta pregunta porque, obviamente, no es cuestión que otorgue respuesta
simple, o unívoca. El abismo que se abre es enorme al pronunciarla. Dicho lo dicho,
o sea, a punto de caer en la desesperación, hallo en mi humilde biblioteca un
texto titulado “Se escribe para mirar
cómo muere una mosca” (frase de Margarite Duras, y una primera aproximación,
aunque muy tangencial, al asunto) en el que dice Enrique Vila-Matas: “Después de todo, los ensayos, aun los más
breves, tienen la ventaja de pertenecer al género literario más libre, y por
tanto uno de los más bellos que existen. Sólo me siento realmente cómodo cuando
escribo un ensayo, y es que no ignoro que con tanta libertad yo mismo seré el
primero en contradecirme muy pronto, quizás en el siguiente ensayo.” Y
entonces yo respiro y el exceso de equipaje, que me imposibilitaba avanzar, se
desvanece. No hay apremios, no hay verdades. En cambio aparecen la libertad y la
contradicción, extrañas almas gemelas, y me capacitan para realizar mi trabajo,
esto es, proponer las utilidades de la literatura que considero fundamentales.
Es Vila-Matas quien afirma, también
en el texto mencionado antes, que Margarite Duras, en la rue de Rennes, le
confesó, a bocajarro, que ella escribía para no suicidarse. Él, por aquel
entonces un joven aprendiz del oficio de escritor, se alejó pensando que
aquella era simplemente otra frase rara de las clásicas de la Duras y no una
declaración primordial a la inaprensible pregunta que cohesiona este escrito. Por
lo tanto, colijo que en ciertos casos la Literatura evita, o aplaza cuando
menos, la muerte prematura de las mismas personas, los escritores, que con sus
esfuerzos hacen que este Arte continúe con vida. Parece un intercambio justo. Y,
en mi opinión, sin duda, lo es.
Pero hay otros pilares en los
que sustentar el hecho, probado ya al menos en cuanto a los escritores, de que
la Literatura sirve para ayudarnos a vivir. Por ejemplo, Juan José Millás, en
un acertado artículo periodístico titulado Pan
y cine, sostiene que “Estamos hechos
de pan y de novelas”, recordándonos que no es imaginable un mundo sin
ficción. Ana María Matute expresó el mismo pensamiento de manera más concisa, “El que no inventa, no vive”. Pero yo
prefiero la cita de William S. Burroughs, quién afirmaba: “No puede existir una sociedad de gente que no sueñe. Morirían en dos
semanas.” Estas declaraciones podrían ser tachadas de corporativistas, al
haber escogido solo a escritores, pero creo que sería negar una evidencia (cierto
es, de las menos tangibles, o demostrables, pues cómo probar que al eliminar
las fábulas la vida no sería posible) totalmente arraigada en el sentir popular.
El contar, o escuchar, historias está grabado a fuego en nuestros genes. Con la
literatura se crea una manera íntimamente genuina de vivir todas aquellas cosas
que se puedan imaginar. Nuestra condición humana nos permite una sola vida, la
literatura nos otorga muchas más.
En La tregua, Primo Levi retrata a las personas que estaban con él en
el campo de concentración, individuos de los que no tendríamos noticia de no
ser por la existencia de ese libro. Levi sostiene que todos ellos querían
volver a sus casas, querían sobrevivir, no solo por el instinto de
conservación, sino porque deseaban contar lo que habían visto para que aquella
barbarie no volviera a suceder. Pero había más, luchaban por la memoria: al
contar sus experiencias, buscaban que esos días trágicos no cayesen en el
olvido. Porque para rescatar de su disolución a cada fragmento de vida que
vuelve a nosotros, por más indigno, por más doloroso que sea, no existe mejor
método que fijarlo con la escritura.
No hay que despreciar tampoco
la capacidad de la literatura como vehículo de comunicación, compresión y
comunión entre seres humanos, más bien al contrario. En palabras de Mario
Vargas Llosa: “La literatura nos hace
sentir iguales a los franceses cuando leemos a Víctor Hugo, cuando leemos a
Albert Camus, y próximos e idénticos a los ingleses cuando leemos un Dickens o
un Forster, y nos hace sentir rusos cuando leemos a Dostoievski o vemos sobre
el escenario una obra de Chéjov.”
Las novelas tienden puentes
entre las diferentes culturas aun cuando traten temas muy específicos de una
sociedad concreta. Un lector puede conocer de primera mano cómo se vive o se
muere, o cuánto cuesta ganarse la vida, en lugares que jamás pisarán sus
zapatos. Y no hay que limitarse a la contemporaneidad, gracias a la literatura
es posible acercarse y ponerse en la piel de nuestros ancestros así como vivir
las aventuras y desventuras de los personajes de épocas remotas que perviven en
las páginas de las grandes obras que nos acompañan desde hace siglos, como un
legado imperecedero.
Acogiéndome a los principios
ya expuestos de libertad y contradicción, terminaré este breve ensayo con el
inicio de La Ilíada, en mi opinión una clase magistral de cómo sugerir en
literatura, clave para atraer a los lectores: “Canta, oh musa, la cólera de Aquiles, cólera funesta que causó
innumerables desgracias a los aqueos y precipitó al Orco muchas almas de héroes
valerosos que fueron presa de perros y pasto de las aves –cumplíase la voluntad
de Júpiter- desde que se separaron disputando Agamenón, rey de hombres, y el
divino Aquiles.” En realidad, me parece que va a acabar teniendo razón Jorge
Luis Borges cuando decía: “¿Pero por qué
preguntarse por la utilidad de algo que es bello y nos emociona?”
El ser humano en sus contradicciones, la imperfección del ser, la sugerencia. El propósito de este post tuyo es tarea infinita. Deberíamos preguntárnoslo, al menos, una vez al mes.
ResponderEliminarCierto. Si lo escribiese dentro de un mes, estoy seguro de que propondría otras respuestas; y seguramente entrarían en contradicción con estas de ahora. El infinito es atrayente, está prácticamente detrás de cada esquina.
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