En Naked lunch, William S. Burroughs (1914—1997) vomita el infierno que fue creando y vislumbrando en su interior durante los quince años en que el escritor estuvo enganchado a la droga. Drogaes el término genérico que Burroughs utiliza para referirse al “opio y/o sus derivados, incluyendo los sintéticos, del demerol al palfium”. Es como si el resto de drogas no mereciesen el nombre de droga. Solo el opio, los opiáceos, es droga para Burroughs. De igual manera, denomina también con una palabra específica a su periodo de adicción a la droga: la Enfermedad. El escritor entró en contacto con la Enfermedad con treinta años y logró escapar de ella, tras incontables intentos fallidos, con cuarenta y cinco y en un aceptable estado de salud, considerando las circunstancias. Era 1959. Naked lunch se publicó ese mismo año reuniendo, ordenando y editando las notas que Burroughs fue escribiendo durante tan enorme –y abismal– período de tiempo. Debió de ser una tarea titánica, aglutinar esos quince años y crear algo totalmente nuevo con todo aquel incoherente material. Pero Burroughs es un especialista en salir airoso hasta de los peores envites que seamos capaces de imaginar.
Muchos dicen (en el metro, en los bares, pero también en las cátedras…) sobre Naked lunch que se trata de las visiones de un alucinado, o que es un libro de una demoniaca fuerza onírica, aunque ininteligible, o algunas otras afirmaciones que apuntan a la falta de coherencia y de mensaje. Sostener esa idea que aún corre por inercia supone, en mi opinión, subestimar a Burroughs. Y –que conste en acta– eso no se me ocurriría hacerlo, jamás. Este hombre sobrevivió a lo que solo los elegidos son capaces. Ah, conviene recordar que desde que el mundo es mundo los elegidos, generalmente, no son esos héroes que tratan de vendernos con machacona insistencia, sino las criaturas que se saben adaptar. Desde este punto de vista, Burroughs siempre me ha parecido una cucaracha: un ser capaz de sobrevivir a la bomba nuclear.
En el prólogo de Naked lunch (¡léanlo!) nos avisa, lúcidamente, del contenido y del sentido e intención del libro. Burroughs se dispone a abrirnos sus entrañas, esas catacumbas que se fueron generando en su ser más profundo durante la Enfermedad (de la que, por cierto, no se libró nunca de manera total: sus recaídas fueron numerosas, aunque la virulencia no volvió a rondar la magnitud primigenia). El escritor nos expone en las páginas del libro –en una primera aproximación– sus vislumbres, esas vivencias interiorizadas de una forma cruda, sin excusas, sin prejuicios, con todo; esto es, leemos lo que iba anotando, poseído por laEnfermedad, lo que veía acontecer cotidianamente durante ese tiempo de drogadicción. Como ya he dicho, fueron textos escritos a tiempo real, es decir, dentro de la Enfermedad, hechos llevados al papel cuando ocurrían, o cuando se le ocurrían. De otro modo hoy no estaríamos leyendo estas particulares memorias, la droga va borrando la vida y los recuerdos. Naked lunch aporta la visión del mundo de un adicto, pero no cualquier adicto, ojo, estamos hablando de Burroughs, alguien muy sagaz. Y que no se casaba con nadie. Burroughs es un superviviente. O el superviviente. Cualquier persona habría sucumbido ante menos de la mitad de lo que este hombre resistió. Y no estoy refiriéndome al desmedido consumo de drogas, que también. Me refiero a las experiencias vitales y sentimentales, a las desventuras autodestructivas, y por encima de todo me refiero a lo que se atrevió a decir y a escribir. Lean el poema Thanksgiving day prayer. Esos versos chorreantes de sarcasmo los escribió para conmemorar el Día de Acción de Gracias de 1986, en EE.UU, y se los dedicó a John Dillinger, famoso atracador de bancos acribillado a balazos a la salida de un cine por un agente del FBI. Por una crítica mil veces menor en ese país, adalid de la libertad, un país maravilloso (no me malinterpreten), organizaron una quema pública de discos, y también hubo vetos a esa banda en determinadas radios.
Pues Burroughs (¡lean ese poema, por Dios!) dice lo que dice de frente, sin esconderse más de lo necesario, y ahí sigue, ahí siguió hasta la edad de ochenta y tres años. Sí, llegó a ser un anciano, pero de esos extraños ancianos a los que hay que pasarles el porro. O la jeringuilla… No, la jeringuilla no, se comenta que, entre otras cosas, el viejo tío Lee (2) se salvó del SIDA porque siempre tuvo la inteligencia de pincharse primero. No tenía un pelo de tonto William S. Burroughs. Aunque en ocasiones lo pareciera. Aunque en ocasiones lo haya sido. Como cuando mató, accidentalmente, en septiembre de 1951 a su mujer Joan Vollmer de un tiro que, se suponía, debía haber reventado una manzana colocada sobre la cabeza de ella. Increíblemente, consiguió escapar a la justicia. Pero incluso esa anormalidad, que al tratarse de Burroughs parece normal, era de sencilla obtención comparada a escapar del sentimiento de culpa. No es para cualquiera el soportar toda una vida sabiendo que has matado a tu mujer, aunque fuese un accidente. Para entender esta catarsis, para profundizar en ese período de su vida es ciertamente fundamental la lectura de Queer, novela publicada en 1985. Además, para complicarlo todo un poco más, la escritura aparece involucrada de manera absoluta ya que, como el mismo Burroughs afirma en la introducción a este libro: “jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan”. Se intuye en las páginas de esta novela (muy recomendable: uno de sus textos más acertados, en mi opinión) a un hombre que se descompone hasta las últimas consecuencias para superar la tremenda pérdida, el garrafal error. En ese proceso cancela, guardándolo bajo siete llaves, al sentimiento de culpa, esa punzada tan improductiva, ese tirano que cree que es posible trastocar el pasado mediante el sufrimiento. O que aguantar estoicamente una condena autoimpuesta hace que lo que pasó no haya pasado.
Burroughs se las apañó para sobrevivir a todo lo que se puede sobrevivir. O sea: tan solo lo tumbó la naturaleza. Porque la naturaleza es vida; y la vida es muerte. Y no solo sobrevivió a todos los venenos que podían haberlo tumbado, sino que consiguió que su eje central y único siempre fuese su obra. En Burroughs no hay otra lucha que merezca la atención que su obsesión por expresar lo que portaba dentro. Por eso sus batallas con el lenguaje, por eso su incursión en la pintura en sus últimos años de carrera artística. ¿Y cómo consiguió esa total dedicación? Pues porque jamás se dejó llevar. Nunca se subió a espaldas de nadie. Desechó todos los trenes, coches y aviones que le ponían por delante y que podían llevarle más rápido, o más cómodamente. Porque nunca se permitió disfrutar del (relativo) éxito. A las cucarachas el éxito no les mueve, y esto es una obviedad, les mueve sobrevivir, y para sobrevivir han de cumplir su tarea. La tarea de Burroughs es su obra, nada más. El escritor lo sacrificó todo por su obra. No se le da la importancia que merece a este hecho. Burroughs coloca a su obra por delante de todo. Sí, es cierto: todo escritor que ha sido realmente grande ha realizado este salto mortal. Pero el caso de Burroughs es significativo porque es extremo. Como ya sabemos, sin la muerte de Joan, William no sería hoy día recordado como escritor ya que no habría recorrido ese camino. Según su propia confesión, su mujer hubo de morir para que él escribiera su obra. Tras esto, ¿qué podía interponerse entre él y sus libros? Nada. Ni siquiera su hijo (3) . El éxito, el dinero, la fama, la respetabilidad…, todas esas sirenas que han enloquecido a los más grandes, no eran capaces de embelesar a un William S. Burroughs que siempre se mantuvo a la distancia adecuada –la distancia a la que se encuentra la muerte– de todo lo que podía interponerse entre él y su obra. Una posición siempre incómoda, lo que lo hacía incómodo a él mismo frente a todo. Pero imprescindible. Burroughs eligió ser alguien periférico, nunca quiso ser tomado como base, como referencia, como modelo. Nunca tuvo complejo de pilar, de estructura. Sino que prefirió el estigma de sombra. Que cada cual aguante su vela, podría ser su lema. Un lema “cucarachil” tal vez, pero por encima de todo, un lema gatuno. Los gatos eran su debilidad. Porque incluso el menos humano de los humanos es humano. Los gatos hacen humano a Burroughs. Los gatos le permiten sentir empatía, filiación, comunión con la vida. Pudiera entenderse así su enigmática afirmación: “La gracia me llegó en forma de gato”.
Burroughs no quiso servirse de la ola que se creó entorno a la generación beat (ola a la que tenía derecho como el que más a subirse) y así llegar a mucho más público; decidió no aprovechar el tirón mediático, al contrario queAllen Ginsberg y, sobre todo, Jack Kerouac. Kerouac podría haber sido un escritor colosal, pero se dejó llevar. En cambio, Burroughs (en principio mucho menos dotado para la escritura) fue incómodo e hizo de esa incomodidad un arma poderosa. Fue incómodo incluso para la comunidad gay, aun cuando él fue de los primeros en escribir abiertamente sobre homosexualidad en la puritana tierra de los padres fundadores (todos muy machos, sin duda). En este punto se asemeja mucho al Lorca de la extraordinaria Oda a Walt Whitman (¡lean ese poema de Federico!). Burroughs se libró del encasillamiento siendo siempre incómodo como una piedrecita en el zapato: no tenía que hacer aspavientos para resultar molesto, sino simplemente existir y, en consecuencia, se prefería considerarle afuera, hacer como si no estuviese, pero era imposible no notar su presencia.
En cualquier caso, Burroughs sobrevivió, resistió en su puesto, y lo hizo también porque se atrevía a romper, cuando lo precisaba, lo que había creado y continuar luego su camino desde esas astillas. Se atreve a todo por su obra. Se reinventa multitud de veces. Porque Burroughs es un extraño caso de ser humano; y no solo porque sea escritor. Es un humano que no parece humano. Y sin embargo todos podemos reconocer al ser humano que hay en Burroughs cuando nos describe ese infierno íntimo de Naked lunch. En este libro, repleto de truculentas imágenes captadoras de atención, lo importante es, sin embargo, lo que no se ve; pero que está ahí. Esas fuerzas que operan a la sombra y que todos, de alguna manera, reconocemos. Por eso fascina tanto el personaje del Dr. Benway. En mi opinión, una de las creaciones más logradas de Burroughs.
“El doctor Benway ha sido llamado como consejero de la República de Libertonia, un lugar dedicado al amor libre y los baños continuos. Sus ciudadanos son equilibrados, conscientes, honrados, tolerantes y, por encima de todo, limpios. Pero el hecho de acudir a Benway indica que no todo anda bien tras esa higiénica fachada: Benway es manipulador y coordinador de sistemas simbólicos, un experto en todos los grados de interrogatorios, lavados de cerebro y control. No había vuelto a ver a Benway desde su precipitada marcha de Anexia, donde estaba a cargo de la D.T.: Desmoralización Total”.
El Dr. Benway es un personaje adelantado a su época. El dominador. El organizador. Pero sin dejar de ser “un chapuzas”. El Dr. Benway se postula durante la novela para gobernar ese infierno ingobernable desprovisto de humanidad. En Naked lunch, Burroughs dibuja un certero retrato de lo que generalmente no se muestra de la ciudad del siglo veinte, componiendo sin quererlo un prototipo de la ciudad del siglo veintiuno que parece nos esforzamos en copiar. La ciudad convertida en un pozo sin fondo donde siempre se puede caer un poco más, o mucho más, según te vayan las cosas. Las atrocidades que nos relata nos parecen atrocidades, pero, démonos cuenta, en ese inframundo son la cotidianeidad. ¿Qué es atroz, por tanto? Lo que nos lo parece hoy bajo ciertas condiciones de humanidad, pudiera ser que no nos lo parezca mañana por encontrarnos sin referencias personales, sin humanidad. Y ahí es donde apunta el Dr. Benway. Ese es el objetivo de los Doctores Benways. Sembrar de atrocidad el mundo –nuestro mundo particular– para que la asimilemos cada vez mejor. Recordemos que el Dr. Benway tiene como misión propagar el virus, la Enfermedad, cuya consecuencia más primaria y flagrante es la pérdida de humanidad. Naked lunch, por tanto, nos propone que veamos, de una vez y por todas, lo que hay en la punta de nuestros tenedores porque ahí pinchados estamos nosotros mismos. Y que, de este modo, dejemos de devorarnos antes de que sea demasiado tarde.
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