La vida de Anthony Burgess cambió en 1959, concretamente en el momento en que consiguió la baja por invalidez del Servicio Colonial Británico; un lustro antes había solicitado empleo como profesor —fue destinado a Malasia primero y a Borneo después—. Tenía cuarenta y dos años y el diagnóstico de un tumor cerebral maligno. Así las cosas, regresó a Inglaterra con su mujer, Lynne, y se dedicó a escribir frenéticamente (“En un año había completado cinco novelas, relatos cortos, un par de obras de teatro y varios guiones para programas de radio”) como si hubiese interiorizado hasta sus últimas consecuencias lo que afirmaba Miguel de Unamuno en ‘Cómo se hace una novela’ (1927): La literatura no es más que muerte.
Sin embargo, pronto
quedó en evidencia que su final no estaba tan próximo como se suponía, lo que
no mermó su dedicación a la escritura, pues Burgess pensaba que “el ser escritor requiere una práctica
continua; siempre es más difícil poner en marcha un motor cuando lleva tiempo
apagado. Ahora tiendo a publicar una novela por año, que combino con trabajos
académicos de temas diversos (filología, música o literatura). Encuentro que
escribir un libro académico de vez en cuando estimula la creatividad.”
Fruto de esa intensa actividad
creadora surgió en 1962 la que sería su novela más famosa, ‘A clockwork orange’,
la novela que sin dudas se asocia al nombre de Anthony Burgess en primer lugar.
Gran parte de este reconocimiento vino en 1971 cuando el director de cine Stanley
Kubrick llevó esa historia a la gran pantalla. La película de Kubrick generó
fuertes controversias, pues muchas voces se alzaron para acusar a la película
sosteniendo que aquellas imágenes alentaban la violencia.
Durante toda la década
del sesenta continuó Burgess con ese ritmo frenético de escritura. Publicó bajo
el seudónimo de Joseph Kell dos novelas, ‘One hand clapping’ en 1961 e ‘Inside
Mr Enderby’ (primera de una serie de cuatro novelas sobre el poeta Francis
Xavier Enderby) en 1963. También escribió una novela corta ‘The Eve of Saint
Venus’ con ilustraciones del artista australiano Edward Pagram y un estudio
sobre Shakespeare titulado ‘Nothing like the sun: a story of Shakespeare’s love
life’.
En los setenta destacan
tres novelas ‘Honey for the bears’, ‘Tremor of intent’ y ‘Enderby outside’. Esta
última surgió de las experiencias vividas en los dos viajes que Burgess realizó
a Tánger para visitar a Burroughs.
En 1980 publicó la que
es considerada su obra más conseguida y profunda, ‘Earthly powers’. Fue recibida
con grandes elogios por la crítica. George Steiner la describió como “una luz en el panorama literario, un
triunfo de la imaginación y la inteligencia que eleva al género de la novela a
la altura del gran arte.” ‘Earthly powers’ ganó el Premio Charles
Baudelaire y el Prix du Meilleur Livre Etranger en Francia (1981).
Burgess también era
músico y compuso cerca de doscientas piezas musicales durante toda su vida,
alcanzando repercusión con muchas de ellas. Por ejemplo, su ballet sobre la
vida de Shakespeare, ‘Mr WS’, fue transmitido por la BBC. Además, compuso
acompañamientos para textos de T. S. Eliot, James Joyce, D. H. Lawrence y
Gerard Manley Hopkins. E incluso se atrevió con el ‘Ulysses’, pues en 1982 realizó
una adaptación musical, titulada ‘Blooms of Dublin’, de la obra magna de Joyce.
El escritor irlandés está muy presente en las páginas de Burgess, como él mismo
reconocía:
“De
alguna forma mi ideal novelístico debe mucho a la influencia, no siempre
positiva, de James Joyce, el novelista más innovador que ha existido, quizás
con la excepción de Laurence Sterne, por el que siempre he sentido una gran
devoción. Escribir a su sombra es una lección de humildad. En su obra veo
reflejados la mezcla de talentos y el rechazo al catolicismo que caracterizan a
mi propia obra.”
En los noventa Anthony Burgess,
nacido en Manchester el 25 de febrero de 1917, contaba ya con más de setenta
años. Por supuesto siguió escribiendo y publicando: ‘Mozart and the wolf gang’
vio la luz en 1991; y en 1993, ‘A dead man in Deptford’, su última novela
publicada en vida puesto que ese mismo año murió de cáncer de pulmón en Londres,
el 22 de noviembre. Vivió, como hemos comprobado, bastante más tiempo del que el
diagnóstico de 1959 había pronosticado. Y el escritor no desaprovechó esa larguísima prórroga: escribió
desaforadamente porque, como confiesa en sus memorias, albergaba “la esperanza sin esperanza de dominar por
fin el idioma, ese enemigo intratable”.
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