“Busqué en vano la
curva triste de su nuca por entre las cabezas que se abatían sobre los tomos
abiertos. Finalmente, cogí al azar un libro de consulta y me senté entre los
lectores. Había allí tanto sosiego —tanta actividad subterránea y callada— como
en un fumadero de opio. Quizás me venció aquella atmósfera de ardiente
concentración, y puede ser incluso que la locura que se paseaba por mi interior
hubiera encontrado un buen asidero, pero miré hacia la puerta esperando ver
aparecer a Irene y entonces lo oí. Oí con toda claridad el rumor que hacían los
libros al hablar entre ellos, su oculto trasvase de confidencias, de secretos y
revelaciones en el laberinto de aquellas estanterías cubiertas siempre de
polvo, y supe lo que buscaba Irene cuando se encerraba allí: algo más que
noticias del mundo, algo más que respuestas a preguntas que pudiera formular,
algo que seguramente no podía decirse con palabras ni podía escribirse y que
sin embargo se encontraba entre aquellas paredes, vivo, palpable, confundido
con el aroma de mi amada, tan intenso que se podía alimentar uno de ello sin
preocuparle que fuera una falsedad inocua -otro espejismo de agua clara- o un
veneno que hubiera sido mejor no llegar nunca a probar. Y supe que quería
hundirme con Irene en aquel pozo insondable, en aquel murmullo de voces
enmudecidas para siempre, en aquel silencio que se demoraba inabarcable, tan
intenso que se disolvían en él todas las ausencias, la angustia más poderosa y
hasta la vida misma, tan bello y terrible que en su seno se dejaba de ser
miserable y las traiciones lo eran de verdad, el amor se volvía sublime y la
muerte acababa siendo algo muy grande que apartaba de su lado a las almas
mediocres. Y todo ello gracias al enorme simulacro de la literatura, quizás la
única actividad sincera de una especie acostumbrada a los engaños.”
(La historia del silencio)
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