miércoles, 4 de abril de 2012

La hora del desayuno



Llamémosle Adolfo. Tras levantarse con gran dificultad de la cama, comprobó que a las siete de la mañana la realidad persistía en su demoledora realidad. Con los pies fríos, pues no se había calzado, y oyendo las agudas voces de los dibujos animados que su hijo menor, B., exigió ver para no serguir berreando, Adolfo se sentía estúpido mientras trataba de escribir. Además ni siquiera estaba correctamente sentado; al contrario, parecía que su culo en el asiento le dijese que no iba a durar mucho tiempo ahí y eso que era el primer día de lo que esperaba fuese la sana costumbre de comenzar el día con la escritura.
Pero claro: sobre qué escribir.
Se acomodó mímimamente.
Qué poco silencio.
Cuánta luz.
Los dibujos en la televisión eran como suaves y molestísimos codazos en su barriga. Adolfo, en estas situaciones, deseaba estar solo aunque sabía que solo sería comida fácil para los lobos.
Los lobos eran él mismo.
La ciudad, K., con sus calles y sus oficinas, llamaba a sus inquilinos. El rumor de los coches tras las ventanas se intensificaba y él pensaba en el dinero de la cuenta familiar que se iba agotando a pesar de sus esfuerzos por contener gastos. Demasiado tiempo sin un trabajo estable, sin un sueldo. Le daba pavor no poder pagar las facturas. Y directamente se cagaba en los pantalones cuando era consciente de que, si seguían así las cosas, no estaba lejos el día en que no podría pagar la hipoteca. Y a pesar de todo esto, ahí estaba este hombre, a las siete y veintitantos minutos, queriendo escribir y sin poder hacerlo.
Cuando por fin parecía que su mano alcanzaba la temperatura adecuada para pergeñar alguna idea sobre el papel, las toses de su hijo mayor, D., aún en la cama, elevaron su fragor hasta que en pocos minutos Clara, su mujer, estuvo delante de él, con cara de pocos amigos, asombrada de verlo tan pronto frente a unas cuantas hojas en blanco que, por si Adolfo no lo sabía, ella le recordaba que no se podían comer.
El capítulo de la serie de dibujos animados que veía B. se terminó de repente. D., tras salir de la habitación, se subió en los brazos de su madre. Tres pares de ojos le observaban. Dejó el bolígrafo con exagerada lentitud. No había dudas. Era la hora del desayuno.

2 comentarios:

  1. La temperatura adecuada de la mano... Me ha gustado eso. Buena idea ponerle nombre al blog.
    Un abrazo

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  2. Según veo en tu blog, con la primavera te ha vuelto la vena poética. Me alegra tenerte por aquí. Que las letras te sean propicias.

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